Ensayo pionero en la relación entre el cine y la música electrónica. |
"La música electrónica tiene la capacidad de generar 24 imágenes por segundo porque a su vez es capaz de generar un espacio, de construir una atmósfera, de dibujar una arquitectura acústica. Precisamente en la construcción de una experiencia que no necesita palabras para expresarse está la clave de todo: la música electrónica es la música visual por excelencia. Ésta es, por lo tanto, la historia de un matrimonio cuya vida es mucho más larga, complicada y estimulante de lo que podría pensarse en un primer momento. Un matrimonio entre el sonido y la velocidad de las imágenes".
Con esta cita que preside la contraportada del ensayo El sonido de la velocidad (VV.AA, Alpha Decay, 2005), se resume a la perfección la esencia de la obra y la relación que pretende establecer entre el Séptimo Arte y la música electrónica.
Con textos a cargo de Dj Spooky, Oriol Rossell, Jordi Costa, Quim Casas, Miguel Fernández Labayen, David Broc, Javier Ariza, Javier Blánquez, Héctor Castells, Roc Jiménez, Pablo G. Polite y Sergi Sánchez, El sonido de la velocidad se erige como una referencia bibliográfica esencial, no ya sólo dentro del yermo panorama de la publicación de libros relacionados con la música electrónica o las nuevas tecnologías musicales en España, sino como un trabajo referencial a nivel internacional, y hasta donde se tiene constancia, por ser el primero en su género.
Por increíble que parezca, las relaciones entre cine y música electrónica se encuentran diseminadas en multitud de libros, generalmente anglosajones, sobre la historia de la música electrónica, pero ninguno con anterioridad a éste y tampoco después de su publicación se ha atrevido a hacer un estudio tan valiente como el que aparece aquí.
Matthew Herbert, uno de los músicos entrevistados en el ensayo El sonido de la velocidad. |
Con una portada presidida por una de las motos de luz del film Tron (Steven Lisberger, 1982), atravesando la superficie de un disco de vinilo sobre un tocadiscos, una de las particularidades de El sonido de la velocidad es que cubre no sólo el ámbito de la música electrónica en el cine desde un punto de vista estrictamente musical, sino que también se establecen intrigantes relaciones entre las clases de cine más diverso, desde las grandes producciones, pasando por el cine independiente, el experimental, el de animación y el videoclip, y algunas técnicas y recursos propios de la música electrónica.
El primer capítulo, titulado "Tres digresiones, tres. A propósito de S.M. Eisenstein, Dziga Vertov, Oskar Fischinger y James y John Whitney" firmado por el músico y periodista Oriol Rosell, sienta las bases de la relación del cine con la música electrónica, que según sus propias palabras son "posiblemente las dos aportaciones artísticas más significativas del siglo XX por su fulgurante desarrollo y su hondo arraigo en el imaginario popular". Las técnicas de montaje de cineastas pioneros como Sergei Eisenstein o Dziga Vertov, autor de El hombre de la cámara (1929), realizadas a partir de elementos dispares a modo de 'collage', las compara con la manera de trabajar en la música electrónica. Por su parte el trabajo de Oskar Fischinger y de los hermanos John y James Whitney lo relaciona con la música electrónica de baile, como una experiencia abstracta sin artificios ideológicos.
Con el original título "Cuchipanda de pingüinos en una casa encantada (del planeta Marte). Raymond Scott, Carl Stalling y el sonido del futuro", en clara sintonía con los nombres humorísticos de varias piezas compuestas por Raymond Scott, se abre el segundo capítulo escrito por Jordi Costa. Este ensayo trata la relación de Scott con Jim Henson, su pionera trilogía pre-ambient Soothing Sound For Baby, la música del Raymond Scott Quintette, así como algunas particularidades de su vida privada. La adopción por parte de Carl Stalling de la música del Quintette para los dibujos animados de la Warner, el análisis de los temas más famosos de su producción musical, y varios aspectos más de la biografía del artista colocados con un desorden premeditado, como si de un montaje caótico se tratara, completan el recorrido por la figura de este pionero.
Cartel de la seminal Forbidden Planet (1956). El matrimonio Barron no apareció acreditado en él. |
En el cuarto segmento, "Memorias del porvenir. Relecturas musicales de un pasado perdido en Film ist y Decasia", Miguel Fernández Lebayen establece las relaciones existentes entre imagen y sonido en el cine experimental posterior a la Segunda Guerra Mundial, haciendo hincapié en las propuestas teórico-prácticas de John Cage, cuya vasta influencia se extendió también al cine de experimentadores como Stan Brakhage, que considera que "el sonido es un error estético", y crea obras con un predominio absoluto del silencio. En los años 60 y 70 existirá un interés por incorporar las tecnologías a la experimentación, siendo Stan Vanderbeek, uno de los representantes más destacados de esta tendencia con las movie-dromes.
Los años 80 y 90 se caracterizarán por el 'found footage' o metraje encontrado, consistente en el remontaje de viejas películas, reinterpretándolas, tendencia en la que destaca el trabajo de Craig Baldwin. A continuación el autor se refiere a Film Ist de Gustav Deutsch, un trabajo episódico dividido en doce partes que supone una reflexión sobre la naturaleza del medio cinematográfico. El 'scratch' audiovisual y el 'loop' de propuestas como Passage à l'acte (Martin Arnold, 1993), con la descomposición de una escena de Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), también supone una reelaboración a partir de material preexistente. Otros, como Brian Frye, manipulan las imágenes a partir de películas en avanzado estado de descomposición, adquiriendo por tanto una nueva lectura para el espectador. La película Decasia (Bill Morrison, 2001), describe por su parte el proceso de desintegración de una serie de películas de la primera mitad del siglo XX, reivindicando la belleza de lo imperfecto, del error.
El desarrollo de este capítulo se completa con una entrevista de Héctor Castells, autor de las cinco entrevistas que incluye El sonido de la velocidad, al realizador audiovisual Eugeni Bonet que va hilando cuestiones sobre la relación histórica entre el sonido y la imagen por parte del cine experimental, pasando por su plasmación técnica y el papel que juega la música electrónica en todo ello.
El quinto ensayo, "El ruidismo en el cine. La expansión del universo acústico en imágenes" desarrollado por Javier Ariza, realiza un recorrido histórico por los músicos y las películas que han tenido al ruido como protagonista, desde los tratados futuristas hasta músicos enmarcados hoy en día en el sonido minimal e industrial como Pan Sonic, Christian Fennesz o Francisco López, así como un desarrollo cinematográfico que va de la 'música visual' de Méliès y la utilización del ruido de un modo incidental en el cine, terminando en un repaso de su utilización a manos de autores de vanguardia de la talla de Sergei Eisenstein, Dziga Vertov, Walter Ruttmann, Jean-Luc Godard, Iván Zulueta, Wim Wenders o David Lynch, entre los más destacados.
El sexto capítulo, llamado "Sountracks electrónicos. La traumática relación entre música avanzada e imagen en movimiento" de Javier Blánquez, se centra en la música electrónica en el cine contemporáneo. Destaca la trascendencia de la aportación de Brian Eno con el 'ambient', ejemplificando una relación simbiótica con el cine, usando la electrónica como decorado sonoro. El autor realiza un recorrido por los años 70 a través de los músicos del rock alemán que trabajaron en el terreno de las bandas sonoras como Popol Vuh y Tangerine Dream, y también hay una mención a los puntuales trabajos de Keith Emerson o Mike Oldfield en este ámbito.
Blade Runner (1982), film con una de las bandas sonoras electrónicas más influyentes, obra de Vangelis. |
El capítulo concluye con un apartado dedicado a la aplicación de la música electrónica en el cine de género, remarcando el ejemplo de John Carpenter en el cine de bajo presupuesto con su electrónica casera. Por su parte, la música disco electrónica de Giorgio Moroder supone un intento de trasladar un estilo determinado al cine, independientemente del género, dado que su obra bascula entre el drama Midnight Express (Alan Parker, 1978), el thriller Scarface (Brian De Palma, 1983), y el musical pop para Flashdance (Adrian Lyne, 1983). La aportación de la música techno ambient al terreno de bandas sonoras contemporáneas queda de manifiesto en Trainspotting (Danny Boyle, 1996), Horizonte Final (Event Horizon, Paul W.S. Anderson, 1997), o Danny The Dog (Louis Leterrier, 2005), entre otras.
Una interesante entrevista al músico Matthew Herbert completa el capítulo. En ella se realiza un repaso por la trayectoria como compositor de bandas sonoras del músico británico y el papel de la música como parte indispensable del montaje de la película, además del lugar que ocupa la música electrónica en su trabajo.
"El mundo del videoclip desde la perspectiva electrónica. Un formato audiovisual hecho a su medida" escrito por David Broc constituye el séptimo capítulo. En él se lleva a cabo un recorrido por algunos de los popes del formato como pueden ser Michel Gondry, Chris Cunningham o el colectivo Semiconductor, pero también analizando la deshumanización del artista electrónico, empezando por Kraftwerk, Cabaret Voltaire o Throbbing Gristle. Por otro lado también está la materialización visual de una realidad alterada o de realidad virtual (la llamada ciberdelia), tal es el caso del artista multimedia Mark Maclean (conocido como Buggy G. Riphead), para The Future Sound Of London, ayudado por el uso del ordenador y la animación 3D.
Una muestra del innovador trabajo de Chris Cunningham en el videoclip "All Is Full Of Love" de la cantante islandesa Björk. |
El capítulo se completa con una tensa entrevista de Héctor Castells al colectivo francés PLEIX, en la que el periodista tuvo que tragarse su orgullo y aguantar la actitud prepotente y las respuestas impertinentes de los entrevistados, conformando a la postre uno de los segmentos realmente prescindibles del libro.
La octava pieza "Arte binario. Software y creación audiovisual" de Roc Jiménez supone un interesante, aunque fugaz repaso a la historia de la música generada por ordenador y el software desarrollado para crearla, que va desde la primera música creada en un computador, el CSIRAC australiano, pasando por el papel de Max Mathews, padre de la 'computer music', o el de Iannis Xenakis. La aportación determinante de centros como los Bell Labs, y posteriormente las universidades de Stanford, el MIT o el IRCAM que han sido la cantera de genios en este campo como John Chowning, Barry Vercoe o Gottfried Michael Koenig, también tiene su espacio en esta historia. Por último se realiza un repaso a la introducción del ordenador en las técnicas cinematográficas con la cam machine de John Whitney, pasando por los experimentos de Laurie Spiegel con su software VAMPIRE y una larga lista de desarrolladores de aplicaciones que llegan hasta nuestros días. Se dedica también un apartado especial a la familia de software Max, que fue la antesala de los programas 'open source' o de código libre.
El capítulo incluye una entrevista con Matt Black, el cincuenta por ciento del dúo Coldcut, en la que habla sobre su popular software para videoproyecciones Vjam, la relación hombre-máquina y el papel de los ordenadores y el software en el arte electrónico.
El noveno apartado "Bailando en la oscuridad. La cultura techno y su reflejo en el cine" de Pablo G. Polite realiza un recorrido por el tratamiento que el cine convencional y el cine documental le han dado a la música electrónica, comentando uno a uno algunos documentales sobre el género como Modulations: Cinema For The Ear (Iara Lee, 1998), Put The Needle On The Record (Jason Rem, 2004), o largometrajes como Con la música a tope (Groove, Greg Harrison, 2000), o Viviendo sin límites (Go, Doug Liman, 1999). Los documentales realmente interesantes como son Theremin: An Electronic Odyssey (Steven M. Martin, 1993), Moog (Hans Fjellestad, 2004), o The Future Is Not What It Used To Be (Mika Taanila, 2003), centrado en la figura del pionero electrónico finés Erkki Kurenniemi, son solamente mencionados y calificados de rarezas.
Pi, la película que descubrió a Darren Aronofsky. |
La entrevista al director francés Olivier Assayas, en la que se realiza un repaso a su trayectoria cinematográfica y la relación con el sonido que tiene lugar en sus películas, completa este último capítulo de El sonido de la velocidad.
El exceso de pedantería de los autores suele ser el principal obstáculo de esta clase de ensayos. Éste no es una excepción y es especialmente notable en los segmentos más centrados en temas puramente cinematográficos, como por ejemplo el último capítulo, en el que la buena prosa está reñida en ocasiones con la inteligibilidad. No obstante, entre los aspectos negativos de El sonido de la velocidad está por encima de todo la lacra de las inexactitudes y la falta de documentación.
Pasaremos por alto algunos nombres propios de músicos mal escritos de manera recurrente en ciertos capítulos, no obstante, hay unos cuantos errores de bulto. Quizá el más flagrante sea el del segundo capítulo dedicado a Raymond Scott en el que se afirma literalmente que "su nombre real era Harry Warnow (antes Warnowsky)", que casi provoca que abandonara la lectura del libro. Sin embargo en España ya deberíamos estar acostumbrados a este tipo de casos, sobre todo tras existir un precedente, fuertemente emparentado con El sonido de la velocidad, como es Loops, una historia de la música electrónica (Reservoir Books, 2002), que supone un hito en errores garrafales e inexactitudes históricas. Podéis buscar a lo largo y ancho de internet y no encontraréis una sola referencia a ningún Harry Warnowsky, aparte de esta entrada del blog. El nombre real de Raymond Scott era Harry Warnow y nada más, lo de Warnowsky es simplemente la absurda gracieta inventada por el autor del capítulo por el hecho de que el músico era de origen judío. Lamentable.
Son también reseñables las inexactitudes históricas del sexto capítulo, en el que se afirma que Robert Moog fabricó sus sintetizadores en California cuando jamás fue así, siempre lo hizo en la Costa Este, en concreto en varias localidades del estado de Nueva York y actualmente la firma está radicada en Asheville (Carolina del Norte). Por ejemplo Don Buchla, Tom Oberheim o Dave Smith sí fabricaron sus productos en el Estado Dorado. Es un recurso muy habitual y que dota de tintes legendarios a este tipo de historias, el hecho de decir que todo aquello tecnológicamente relevante que se ha inventado en Estados Unidos lo hicieron un par de chiflados incomprendidos en el oscuro garaje de sus padres en un barrio residencial de clase media de Silicon Valley.
En ese mismo sexto capítulo se afirma que "Klaus Schulze compuso bandas sonoras para cintas porno amateur de temática gay" (sic). Es cierto que Schulze compuso música para Body Love, una película pornográfica heterosexual de Lasse Braun, si bien era muy habitual en los años 80 en un género marginal como ése, la utilización de música sin autorización y Schulze no fue un caso aislado entre los músicos electrónicos víctimas de esa apropiación indebida de su obra. Música de Tangerine Dream o incluso Jean Michel Jarre se ha escuchado en películas pornográficas y probablemente de incontables artistas más, que sólo los seguidores de la música electrónica y del porno (gustos en absoluto incompatibles), podrían citar con total precisión. Tras estos errores e imprecisiones, el hecho de que el autor del noveno capítulo se refiera al "músico norteamericano" Brian Eno, o el del último capítulo afirme que "el primer sampler fue lanzado en 1963", suponemos que refiriéndose al Mellotron (que sería en todo caso un antecesor de la idea del sampler), suponen unas simples minucias.
No es extraño que sucedan este tipo de errores más propios de periodismo de tabloide, a tenor de la exigua bibliografía que manejan algunos de los autores de este libro. Sin ir más lejos, el capítulo dedicado a Raymond Scott se sustenta casi íntegramente en el libro-CD Manhattan Research Inc. (Basta Audio/Visuals, 2000), y en algunos apuntes de la web oficial del artista, con escasísimas referencias en otros idiomas. Algo similar sucede con el sexto segmento dedicado a los 'soundtracks' electrónicos, con contadas obras referenciadas. Aunque todo ello es fácilmente explicable si la mitad de los autores citan en sus correspondientes bibliografías Loops, una historia de la música electrónica (Reservoir Books, 2002), como libro de consulta ineludible para sus textos. Sin embargo, aquellos que escriben desde una orientación más cinematográfica incluyen una mayor bibliografía extranjera.
Aunque a priori pensaba que iba a disfrutar más leyendo los ensayos dedicados a Forbidden Planet, el de Raymond Scott o el de las bandas sonoras sintéticas de los años 70 y 80, lo cierto es que no ha sido así. Por el contrario han sido esos otros segmentos menos históricos los que me han aportado más información y me han abierto la mente a otras realidades estéticas, como la relación entre la música electrónica y el videoclip, el ruidismo en el cine y las muy interesantes entrevistas con Matthew Herbert, Matt Black o el director de cine Olivier Assayas.
A pesar de los errores y omisiones, considero que El sonido de la velocidad es en conjunto una de las obras más interesantes publicadas en España en el terreno de la música electrónica por su innovador enfoque, en el que no obstante se debería profundizar más en futuras referencias.
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